Resulta extraño lo que le cuentan al visitante mientras realiza el recorrido por el pequeño pueblo minero de Chuquicamata, antes de acercarse a ver la mina a cielo abierto más grande del mundo. A medida que se transita en auto o se camina por los alrededores, a simple vista es posible divisar enorme montañas “construidas” por el hombre donde se depositan los restos de tierras a los que ya, en el proceso productivo, se les ha extraído el mineral.
Son cientos los camiones que arrojan tierra y más tierra a estas artificiales montañas de variados colores pero de idéntica forma que no sólo no paran de crecer en altura, sino que también lo hacen en metros de largo. Lo cierto es que para la industria del cobre esto resulta inevitable. Lo que se saca de estas grandes minas, en este caso Chuquicamata (hay otras donde ocurre lo mismo), en un momento obliga a trasladar los propios campamentos mineros.
El problema surge porque en Chuquicamata el campamento se convirtió en una ciudad minera, la cual, por supuesto, la mina comenzó desde hace años a comerse lentamente, para algún día enterrarla definitivamente bajo su manto. Es duro, sobre todo para aquellos nostálgicos que se acostumbraron a la pequeña plaza principal, a su iglesia, a su escuela, al hospital, al teatro municipal, a su estadio de fútbol o bien al plato del día en el comedor del Club Social de Empleados.
Así es que, lenta pero constantemente, Chuquicamata está mudando los vestigios de su espiritu minero a la moderna ciudad de Calama. Pronto las montañas esconderán las infinitas historias y anécdotas de lo que alguna vez fue una ciudad.